Traemos aquí una historia de origen griego, transmitida verbalmente en la península anatólica de madres a hijas primogénitas desde la Antigüedad clásica, recuperada por una experta en Historia Antigua, Alicia, que actualmente está en Turquía investigando sobre los orígenes paganos de ciertas leyendas.
- (Homenaje a R.Ch.G.)
LA LEYENDA DEL MARINERO Y LA SIRENA
Cuenta la leyenda que Odracir, un rudo marinero bragado en mil batallas con las olas y entrado en canas, soñaba que veía a una sirena. Era de piel oscura, mitad debido a la continua vida a bordo y la otra posiblemente porque, a pesar de ser de padres cristianos, siempre sospechó que entre sus antepasados se coló un berberisco o sarraceno, del que también heredó unos inmensos ojos azules únicos, que su madre no lograba identificar en la familia.
El mar era su vida; las aguas, decía, dieron color a sus ojos y el sol a su piel. Nunca pasó miedo, ni tormentas, ni capitanes innobles pudieron con él; pero la noche, el sueño, encontrarse taciturno con su sirena le hacían temblar. Se despertaba sudando, abría sus ojos turquesa, se erguía y la llamaba. Era tal su obsesión que en sueños le había puesto nombre: Yanira; era su musa, su dueña, su amor.
Había nacido en tierra antigua y salada, visitada por tartesos y fenicios, nombrada por cartagineses, situada por célebres geógrafos griegos e invadida por tropas romanas. Era del sur de la vieja Hispania, de la costa que guardaba para sí un pequeño mar menor, una laguna al sur de la gran albufera. Mamó salitre y comió garum, de pequeño participó en procesiones que llevaban a santos y vírgenes rescatados del agua, oró y lloró por marinos y aventureros que cruzaron los confines del mundo, pero nunca antes, ni de tierno infante, había soñado con sirenas.
Decidió su oficio tan pronto como su altura inaudita y su inteligencia sobrenatural le permitieron ganarse el primer sustento. Con sólo nueve años era mas alto que el capitán del barco, menos experimentado pero mas entusiasta, muy dispuesto y, sobre todo, muy feliz de poder navegar. Años después admitiría que la sal marina era el alimento de su alma, que los alcatraces y las fragatas le hacían ser libre y que todo aquello le daba más vida que cualquier otra cosa. Empezó aprendiendo a pescar distinguiendo tamaños, tonos, branquias y espinas, y acabó enrolado a sueldo, cuando ya no pudo seguir en su oficio, acompañando a viajeros y soldados que necesitaban cruzar el océano.
El miedo parecía que no le había tocado en el reparto genético, pero sí mucho entusiasmo y un carácter que le permitía ganarse a compañeros, a patronos y a cómitres. Siempre tuvo como lujo que ninguna mujer se le había resistido, no sabemos si porque ansiaba a pocas o porque tenía un éxito sin igual. Sólo la sirena se le escapaba; daba igual como la soñara, siempre desaparecía nada mas verla. Tenía un rostro blanco nival, unos preciosos ojos verdes como las aguas del trópico y una adorable sonrisa. El pensaba que era una sirena porque siempre la ensoñaba saliendo y entrando del agua, pero jamás la vio de cuerpo entero. Tras la visión se despertaba sudoroso, gritando su nombre, muerto de dolor por la reciente lejanía de la que ahora era la dueña de su alma.
Odracir la pintaba para verla, la soñaba para poder tenerla siempre con él, pero nunca supo dónde la había visto por primera vez, si fue despierto o durmiendo, si el encuentro inicial había sido en tierra o en el mar. A veces, cuando le preguntaban por su sirena, no sabemos si para fabular o para intentar convencerse, contaba que la había visto en la isla de las tortugas gigantes, y de tanto contarlo se lo creyó, por lo que terminó amando a las aves, los peces, las tortugas y a todo cuanto aparecía rodeando a su dueña. Las iguanas marinas le parecían seres mágicos porque eran las precursoras de la aparición de Yanira.
Sin mucho esfuerzo, como si lo hubiera hecho antes, aprendió a cartografiar el océano, y en las cartas de marear incluía siempre a su señora, en forma de sirena, porque creía que pintando su morada sería mas fácil convertir su sueño en realidad, y que marcando en un papel su existencia, ésta cobraría vida.
Pero también la buscaba en el mar, en la costa, en los ríos y en los lagos. Recorrió el Mediterráneo buscándola, llegó a Grecia y a Turquía, y allí, entre sus habitantes, encontró que tenían rasgos parecidos a los suyos, pero él no buscaba antepasados, sino a su señora. Y cuando creyó que en ese antiguo mar no estaba, pasó buscarla en el reino de Saba, en las fuentes del Nilo, en las penínsulas asiáticas, en los antiguos reinos chinos y en las islas del Índico.
Como sólo navegaba, buscaba y soñaba, terminó confundiéndose: creía que estaba en el mar cuando se echaba a tierra, soñaba que buscaba y buscaba, soñando, encontrarla. Viejo y cansado hizo un pacto con Poseidón, el dios del mar: se entregaría para siempre a las aguas si conseguía verla despierto sólo una vez. El dios aceptó el reto y buscó a la sirena, preguntó a parcas y musas, llamó a Ulises para saber si la había encontrado en su largo periplo. Mandó a delfines, a ballenas y a lobos de mar en su busca, pero Yanira no se hallaba. Convocó a dioses y semidioses, a consejeros, copistas, escribas y visires. No se atrevió a invocar a los dioses de las religiones del libro, siendo los únicos a los que no osó a preguntar.
Frustrado recordó que en Alejandría había un sabio, Calímaco, el bibliotecario, del que se decía que se había leído todos los pergaminos de la gran Biblioteca, y lo llamó para pedirle ayuda. Estaba ya medio ciego y para su desgracia había presenciado la destrucción de la colección, pero conservaba sus Pinakes, un largo catálogo en el que describió todas las obras que llegaban, ya fueran de las naciones del occidente o del oriente, del norte o del sur. Ayudado por Hipatia buscó durante meses el rastro de la sirena, hasta que por fin recordó que hacía mucho tiempo una sibila le entregó, con objeto de que se conservara para siempre en la insigne biblioteca, un rollo de pergamino. Cuando lo abrió, Calímaco no encontró nada escrito y la vieja sibila le dijo que los dioses prohibieron que se contara, pero que su última voluntad fue que existiera un testimonio de la bella y triste historia de su hijo. Cuando el pergamino se calentaba aparecían las letras, para que éstas desaparecieran sólo había que acercarlas al agua y la humedad las borraba de nuevo.
Acceda a la segunda parte
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¿Qué paso? ¿encontró, o no, a la sirena?
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No, no la encontró. Al final, como dice en el texto, murió. Él quería morir porque pensaba que así encontraría a la sirena. En la segunda parte verá que el tema de la sirena tiene su origen en un antepasado suyo. Saludos.
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Que romántico ❤❤❤
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donde esta la 2 parte? gracias
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Buenas tardes, está justo detrás. Por si acaso le mandamos el enlace directo:
https://blogcatedranaval.com/2011/12/20/la-leyenda-del-marinero-y-la-sirena-2a-parte/
Un saludo.
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[…] por los monstruos Scila y Caribdis en la bella isla de Sicilia, del que ya hablaba Homero, la de la ninfa que se enamoró de un marinero y la de los delfines que salvaban a náufragos, son buenos ejemplos de […]
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